Era cierto que prejuzgabas de mi vida porque te la contaban los impostores o, en todo caso, lo que esgrimían mis padres en sus círculos íntimos o pendencieros. La verdad, carecía de importancia que te invite brandy para conquistarte sí en el silencio de tu alma seguías considerando que nunca hubo complot contra mi felicidad.
Y claro que no era tu problema dilucidar semejante cosa, desde ya. Pero partías desde esa idea cuando yo ya estaba enamorándome y dando cabida al posible amor verdadero. Y eso era lo que no creías. Pero faltaba más.
La intelectualidad era una crema de arroz con leche aunque a mí, no me molestaba tan suculenta frivolidad. Ellos decían que yo era la resurrección de la carne, la vida perdurable y no sé cuanta belleza más.
Era apodíctico el contemporáneo.
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